Resistencia y lenguaje inclusivo

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Una de las mayores simplezas que ha traído la ola de corrección política es suponer que la letra “e” implica una inclusión que no da la “o” ni la “a”. Pocas palabras me causan tanta erisipela como amigues.

Tal vocablo sale de una bobada que, extrañamente, auspician incluso algunos escritores, gente que supuestamente sabe de letras.

Nuestro idioma ha evolucionado de manera casi coherente a lo largo de diez siglos o más, buscando el modo de nombrar las cosas, de adaptarse a los cambios culturales, de respetar el buen sonido de las palabras, de adaptar vocablos venidos de otras lenguas.

De tal modo, nunca costó trabajo adecuar la lengua a la presencia de las mujeres en mundos tradicionalmente masculinos, y viceversa. Así, la árbitro pasó a ser la árbitra, a pesar de que el español prefiere en estos casos el artículo masculino para evitar el sonido chirriante de “la á”, tal como nos suena vulgar decir “la águila”.

Pero el oído aún hace que las damas que pilotean un avión deseen ser la piloto y no la pilota o la pilotesa o la pilotriz. La famosa “e” se vuelve una quimera porque decir “presidente” ya no fue inclusivo y lo correcto es decir “presidenta”. Y ya se sabe que no hay hombre en el mundo que se fije en esas menudencias y desee ser violinisto o terapeuto.

Querer violentar el lenguaje por decreto y no por evolución natural, equivale a jalarle el cuello a un okapi para convertirlo en una jirafa. La lengua tampoco crece por estirarla.

Esta semana estuve en un foro de promoción de la lectura en Resistencia, Argentina, con más de dos mil asistentes. Compartí mesa con una colega mujer y un colega hombre, no colegues. Y alguien nos lanzó la pregunta: “¿Qué opinan del lenguaje inclusivo?”.

Ella proclamó su adhesión y, entre otras cosas, pronunció la palabrucha amigues. Él respondió con toda la corrección política de que pudo echar mano.

Cuando me pasaron el micrófono, yo dije que prefería no responder. Pero ante la insistencia de la gente, dije: “A mí eso del lenguaje inclusivo me desquicia”. Mi sorpresa fue que en vez de abucheos, el público, mayormente femenino, lanzó un atronador aplauso.

Nuestra lengua, llamémosle español o castellano, es una valiosa herencia que hemos venido moldeando desde hace miles de años. Mezcla de muchas culturas, la hemos ido perfeccionando con el hablar e ingenio de la gente, con la sensibilidad de los poetas, con la lucidez de los lingüistas y académicos, con la necesidad del neologismo.

El lenguaje es lo más humano que tiene el ser humano. Dejemos que siga evolucionando, pero sin anabólicos extranjeros; no lo descarrilemos, no le restemos belleza, que no le impongan mutaciones aquelles amigues iletrades o indoctes o incultes o francamente idiotes.

Artículo publicado por Milenio.