Una, si tiene suerte, vive

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Julieta Cardona

Sí.

Una sale de los aprietos como puede, no como debería. Una intenta tomar consejos que jamás formularía por sí misma: «no comas panqueques con huevos escalfados», «no te enamores de bribonas», «comparte desde la plenitud, no desde los vacíos», «ama serenamente». Pero una ama como puede, no como debería. Una ama como tres bestias bicéfalas —a la vez y dice que el fuego es ella misma porque no emprende la retirada cuando su casa está en llamas, sino que se queda a apagar el incendio.

Una escucha música en español, en francés, en inglés, poca en portugués, menos que poca en afrikaans y nada, por ejemplo, en japonés. Tampoco en mixteco. Una sonríe por amabilidad, por nervios, por condicionamiento, por empatía, por simpatía, por pena. A veces por resignación. Luego por disforia.

Una que no sabe ni de verdades universales ni de fórmulas matemáticas ni de metafísica ni de nanotecnología, sino de cosas retecomunes como leche de macadamia, mangos, cómics o tutoriales en Youtube para limpiar latón; una que se dice brava, breve y clara, directa y cítrica, porfiada y arbitraria; una que se sabe –con esfuerzo titánico– apenas coherente y discreta, es, sobre todo, simple.

Una contempla la luna flaca de las noches menguantes y encuentra trozos de calma en días de verdad nublados. Una se indigna por el dolor ajeno y por no saber lidiar con el propio. Una, si tiene suerte, entiende de heridas superlativas, de sombra, cólera, angustia, cerveza y desespero. Y esa misma, si es que tiene todavía más suerte, habla desde la ternura.

Una se aletarga ante el bálsamo del jazmín porque además una estudia, desde la comodidad de un sillón viejo, la vida de la planta. Y al cabo de un día o dos –según sea la caída de las flores– se conmueve por su muerte. Pero una también se conmueve por otra cosa: por el amor merecido.

Una –por desgracia– no manifiesta lo que quiere, sino lo que es, por eso se va a vivir cerca de las olas (e intenta no arrojarse al Pacífico). Por eso se va a vivir cerca de las montañas (e intenta no entregarse a la Tierra). Una, viviendo entre el océano y la jungla, intenta no tirarse al precipicio adjunto de cualquiera de los dos paraísos.

Una, así de torpe —mas nunca inofensiva—, sobrevive a las despedidas, a los duelos cuánticos, a los finales aunque sean largos. A los finales aunque sean larguísimos.

Una intenta.

Una, si tiene suerte, vive.

Columna publicada por Sinembargo.