Vivir para matarle

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Paraíso Infernal
Entrega 4
Vivir para matarle

Por Eduardo De Luna

Los días en Tulum corrieron veloces. Josefina, con la elasticidad natural de quienes han sobrevivido a todo, se adaptó pronto a la vida bajo el sol maya. Su cuenta de Instagram comenzó a llenarse de fotografías en bikini, posando con la indolencia de quien no debe nada a nadie y le debe todo a la muerte. Era alta, de cabello negro profundo que reventaba en reflejos azabache cuando lo golpeaba la luz, y unos ojos color miel que en contraste con su tez norteña, de Coahuila renegrido, atraían las miradas como abejas a la fruta. Su estilo norteño, botas ligeras sobre la arena, shorts de mezclilla y blusas anudadas, la hacían destacar entre las hordas de turistas europeos y los hippies de medias tintas que pululaban la Riviera.

Vivir para matarle


Maricela, en cambio, trabajaba largas jornadas como mesera en un restaurante carísimo de la zona hotelera. Entre cenas de 500 dólares y turistas insoportables, encontraba sosiego al ver a su hermana sonreír al menos un poco.
Una tarde, Josefina regresó de la playa excitada. Tiró la bicicleta en la entrada y entró sin aliento.

—Conocí a un israelí. Se llama Ari —dijo con la sonrisa torcida de siempre—. Me invitó a cenar, le dije que mejor en el restaurante donde trabajas, para que tú también estés. ¿Va?

Maricela asintió sin demasiada emoción. No confiaba en nadie, y menos en extranjeros con aires de conquistadores, pero ver a Josefina animada la tranquilizaba un poco.

Esa noche, mientras el cielo moría de púrpura sobre el Caribe, se encontraron en la terraza del restaurante. Ari resultó un tipo risueño, de barba recortada, tatuajes discretos y un acento tan marcado como sus intenciones. Josefina jugaba con él con la destreza aprendida en años de sobrevivencia.
Todo iba en calma hasta que Maricela, desde su puesto tras la barra, se paralizó. Una corriente helada le bajó por la nuca hasta los riñones.
En la mesa del fondo, vestido de lino blanco y gafas oscuras a pesar de la noche, estaba El Tigre.


El Tigre

El mismo que había liderado el grupo que arrasó Allende, que redujo a cenizas su familia entera. El mismo que mandó colgar a su padre de un puente. El que violó a su prima en la plaza del pueblo para luego prenderle fuego.
El mismo que después de la masacre había sido protegido por un negro gobernador del sur, un cacique que le ofreció refugio y documentación falsa cuando las cosas se calentaron demasiado en el norte.
Ahora estaba allí, en Tulum, refugiado como tantos otros que habían cambiado la sierra por la selva, confiado en el blindaje que le daba Aldea Zamá, el fraccionamiento exclusivo donde solo se entraba con códigos, seguridad privada y sobornos bien plantados.

Maricela se acercó a la mesa y con el rostro pétreo, le susurró a Josefina:
—Carnala, al fondo está El Tigre. Es él.

A Josefina se le apagaron los ojos, pero no dijo palabra. Bebió un trago largo de su mojito y siguió sonriendo, como si nada.

No fue la primera vez que les tocaba tragarse el miedo.
En 2011, cuando la noche cayó sobre Allende, apenas escaparon con lo puesto. Fue Xavier, su primo, quien las sacó en una camioneta sin placas. No fue para algo mejor. Xavier, entonces policía ministerial en Tamaulipas, las entregó días después como pago a un comandante de “la letra” que controlaba un bar de Altamira.

Altamira: un pueblo donde el aire olía a gasolina y moho. Calles de terracería llena de lodo aceitoso, postes comidos por el óxido y perros famélicos que parecían hechos de alambre y costras. Ahí las encerraron en El Sirenito, un tugurio con neones parpadeantes y paredes pegajosas que transpiraban aguardiente. Las mesas tenían orificios donde los parroquianos orinaban de pie sin levantarse. La música nunca dejaba de sonar, grave y distorsionada, cubriendo gritos, sollozos o el crujido de las navajas.

Pasaron un año ahí, sometidas a las necesidades de puercos asquerosos. Josefina tenía 14 años; Maricela 17. Aprendieron a mirar sin ver, a ceder sin chistar. Josefina, en medio de esa cloaca, cayó pronto en la tentación oscura de las drogas. Primero la mostaza, que fumaban en billetes doblados. Luego cristal. Más tarde pastillas que no recordaba cómo se llamaban pero la hacían flotar lejos de ese infierno pegajoso.
El escape fue brutal y fortuito: una guerra interna reventó entre comandantes. Balaceras diarias, cuerpos colgados, cabezas rodando por las banquetas. En el caos, robaron la caja chica y huyeron en autobús hasta Pánuco. Cruzaron el río en una panga oxidada, creyendo que al menos morirían del otro lado.
En Naranjos encontraron momentáneo respiro. Un mes de vida gris entre jornaleros que solo pagaban con miradas torvas y billetes arrugados.
Después, la gira con las Rico del escenario. La resaca de bares miserables, las giras con focos fundidos, los baños tapizados de hongos y espejos rayados. Bacalar. Y finalmente Tulum.

Esa noche, frente a la presencia de El Tigre, la historia no les pesaba; les ardía.
Hablaron de envenenarlo. La estricnina era opción, pero El Tigre no era idiota. Josefina propuso seducirlo. Él mordió el anzuelo en minutos.
Maricela consiguió una .38 tras empeñar lo poco que tenían.

El cenote Corazón del Paraíso fue la trampa. Josefina lo llevó con la promesa de un baño privado. Ella lucía etérea con su vestido blanco. Su mirada ya no era de niña; era de verdugo.

Maricela llegó primero, entre los mangles. Los vio llegar. Josefina reía, hermosa como nunca, pero sus ojos eran dos esquirlas de hielo.
Cuando Maricela se acercaba, lo inevitable ocurrió. El Tigre, perro viejo, la olió. La vio a través de un reflejo en el agua y sacó un revólver de la guayabera. Disparó sin titubear.

Josefina se interpuso. La bala le entró por el costado y cayó como bolsa vacía.
El estruendo desgarró la selva. Cientos de loros y guacamayas alzaron vuelo en estampida, sus graznidos ininteligibles reventando contra las copas de los árboles como cristales rotos.

El grito de Maricela fue sordo. No recordaba haber corrido, pero cuando se dio cuenta estaba encima de él. Le vació la .38 en el pecho con los dientes apretados, mientras él caía al suelo con una expresión que no era de miedo, sino de fastidio. Como si fuera un trámite más.

El cenote quedó en silencio.
Josefina, aún viva, respiraba entrecortado.
Maricela se arrodilló a su lado. Su hermana no lloraba. Solo la miraba. Sus labios se movieron sin voz. Tal vez un “gracias”, tal vez un “al fin”. Y murió.
El cuerpo de El Tigre se hundía lento en el agua cristalina teñida de rojo.


Maricela no corrió. No gritó. No llamó a nadie.
Simplemente se levantó, limpió el arma en la ropa de su hermana, la dejó a un costado y caminó hacia la espesura.
La humedad le pegaba en la cara. La tierra bajo sus pies estaba tibia y blanda.
Por primera vez en años, no sentía peso en la espalda. Ni miedo, ni culpa, ni tristeza.
Solo un vacío limpio, puro.
El vacío de quien ha cumplido la última deuda y no tiene ya razón para volver.

Caminó sin voltear la vista atrás.
Sin rumbo, sin mapa.
Libre.

Este texto es una obra de ficción. Los nombres, personajes, lugares, organizaciones, eventos y situaciones descritos son producto de la imaginación del autor. Cualquier semejanza con personas reales, vivas, fallecidas o con hechos reales, es pura coincidencia.

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