PARAÍSO INFERNAL
Entrega 11
“Selva Adentro”
Por Eduardo De Luna
Tres días caminó sin rumbo, tragando aire caliente y hojas secas. El sol le escurría por la espalda como una sentencia. Cada paso era un golpe de fuego, cada árbol una trampa. La selva la envolvía con su hedor dulce y podrido, con su coro de insectos que no descansaban ni cuando ella se desplomaba.

Los tábanos le habían dejado marcas negras, ampollas abiertas que palpitaban como bocas. El sudor mezclado con la sangre bajaba hasta su cintura. En algún punto dejó de contar los piquetes. Se arrancó un pedazo de blusa para vendarse los brazos, pero el trapo se llenó de la savia del chechén. La piel le empezó a hervir. Sintió el ardor subiendo por el cuello, como si alguien la besara con ácido.
Gritó. Un grito que no era humano.
Se dobló sobre sí misma, la lengua hinchada, la vista nublada. A cada paso, la selva se desfiguraba. Los árboles respiraban, los troncos le hablaban en voz de hombre.
—Vas a pagar, Maricela. —susurraban.
—Vas a pagar por todos.
Entonces lo vio: al Tigre, desnudo y con los ojos abiertos, la sonrisa partida en dos.
Ella retrocedió, trastabillando entre raíces.
Pero detrás de él venían otros —los rostros de los que la habían tenido en Tamaulipas, los mismos que la marcaron con colillas encendidas y le enseñaron que sobrevivir era callar. Los borrachos, los halcones, los patrones con relojes de oro y ojos vacíos. Todos venían de entre los árboles, con el cuerpo cubierto de moscas y tierra.
Ella gritó otra vez, cayó de rodillas, empezó a vomitar.
El ácido le quemó la garganta, y entre las arcadas lo entendió: estaba en el mismo infierno. No el de los curas ni el de los narcos. El suyo. El que empezó la noche que escapó de la masacre en Durango, cuando su primo la traicionó y la vendió como si fuera una res.
El infierno no era un lugar. Era su cuerpo entero.
Trató de caminar, pero los árboles la abrazaban. Las ramas la arañaban con ternura cruel. La savia del chechén le chorreaba sobre la piel y sentía cómo le ardían los nervios. Veía luces que se movían entre el follaje, figuras de mujeres con rostros deformes. Una le habló:
—Yo también corrí.
—¿Quién eres? —preguntó, jadeando.
—La que fuiste antes. —respondió la sombra, y desapareció.
Al cuarto día —o tal vez fue el tercero, el tiempo ya no existía—, la fiebre la tumbó. Se arrastró hasta la raíz de un árbol de chaká. Sintió la savia fresca y pegajosa caerle sobre los brazos, y por primera vez, el dolor cedió un poco. Se quedó dormida con el olor a resina y tierra húmeda.
Cuando despertó, una figura la observaba. Una mujer vieja, de piel tostada y ojos de obsidiana. Llevaba el cabello recogido y un rebozo raído.
—Ya no te muevas, hija —dijo en maya—. La selva te perdonó, pero no dos veces.
Le colocó hojas trituradas sobre las heridas.
Maricela quiso hablar, pero sólo salió un gemido.
La anciana sonrió.
—El chechén te marcó para que no vuelvas atrás. Ahora verás con los ojos del dolor.
Cerró los ojos otra vez, y las sombras regresaron, pero esta vez bailaban lento, como si el infierno la acunara.
Cuando volvió en sí, la vieja la había arrastrado hasta una choza baja, hecha con ramas y palma. Dentro, el aire era denso, un vapor dulce a copal y savia quemada. Un caracol sonaba en alguna parte, lento, grave, como si anunciara el regreso de algo antiguo.
—Tz’ak te’, hija —murmuró la anciana—. Vamos a sacar el veneno.
Maricela apenas podía moverse. El cuerpo era un solo latido. La mujer empezó a trazar líneas sobre su piel con la mezcla de chaká y hierbas molidas. Cada línea ardía, pero era un ardor distinto: como si le abrieran canales por donde pudiera escapar el infierno.
Luego la anciana tomó una sonaja hecha con uñas y semillas secas. La movía con ritmo, y el sonido llenó la choza.
chak-chak-chak… chak-chak-chak…
La llama del ocote crecía y caía, proyectando sombras sobre el techo.
La vieja le habló a los espíritus.
Primero en maya.
Después en una lengua que Maricela no entendía.
El sonido era hipnótico, como un río que arrastra piedras.
Entonces empezó la ceremonia.
La mujer lanzó puñados de copal al fuego y el humo envolvió a Maricela. El aire se tornó espeso, violeta. Todo se distorsionó. Los insectos en el techo parecían moverse en cámara lenta.
La vieja le dio de beber una infusión. Amarga. Ácida. Con sabor a tierra mojada y sangre.
Y de pronto, todo se rompió.
El fuego creció hasta tocar el techo.
El humo tomó forma.
Y los hombres aparecieron.
El Tigre primero.
Con la sonrisa abierta y los ojos como dos carbones.
Luego los otros, los del bar de Tamaulipas. Los que se reían mientras la tiraban al suelo. Los que apostaban con billetes húmedos quién sería el primero.
Los vio uno por uno.
—¡Hija de puta! —gritaban.
—¡Tú no escapas de esta pinche cantina!
Ella gritó, pero el sonido no salía.
El fuego se volvió rojo líquido.
La choza desapareció.
Estaba en medio de la selva otra vez, rodeada de cuerpos.
Las ramas se movían como brazos.
Las hojas le hablaban.
Las risas. Los alientos. Los cuerpos.
Maricela alzó los puños y empezó a golpear el aire.
Primero uno. Luego otro.
Cada golpe era contra un rostro.
El de su primo. El del patrón. El del Tigre.
Los veía, los sentía.
Golpeaba hasta sangrar.
Golpeaba hasta que el fuego se volvió negro.
—¡Basta, hija! —la voz de la vieja rompió el trance.
Pero Maricela seguía.
Golpeaba las visiones.
Los hombres caían, uno tras otro.
El humo giraba.
Y de pronto, todo se detuvo.
Cayó de rodillas.
Sollozando.
Las lágrimas y la sangre se mezclaban.
La anciana la sostuvo entre los brazos.
—Ya los mataste a todos, hija. Pero ahora mata al miedo.
El fuego se redujo a brasas.
El humo se abrió en una espiral y dejó ver el cielo.
Por primera vez en días, Maricela respiró sin dolor.
La vieja la miró con ternura y miedo al mismo tiempo.
—La selva te dio otra vida —dijo—. Pero si cruzas su límite, te la cobrará.
Maricela asintió, temblando.
El amanecer llegó despacio, como si temiera encontrarla viva.
Despertó entre cenizas.
El fuego se había consumido, y el aire olía a copal viejo y hojas hervidas.
La anciana estaba sentada a un costado, moliendo raíces con un metate de piedra, como si nada hubiera ocurrido.
Maricela intentó incorporarse. El cuerpo le dolía menos, pero sentía algo nuevo: una especie de zumbido detrás de los ojos, como si su mente siguiera ardiendo por dentro.

La vieja no la miró cuando habló.
—Ya viste lo que tenías que ver —dijo—. Ahora debes trabajar, o el alma se te pudre.
Desde ese día, Maricela empezó a ayudarla.
Caminaban juntas al amanecer, cruzando los claros de la selva con canastos de palma. La vieja la enseñó a reconocer las plantas:
el x’k’anlol para la fiebre, el chakah para el veneno, el balché para hablar con los muertos.
El sol caía sobre sus hombros como plomo, pero ella caminaba sin miedo.
La selva la había marcado, y ahora la aceptaba.
A veces la vieja la dejaba sola, entre raíces gigantes y mosquitos que zumbaban como si rieran.
Fue en uno de esos días cuando la vio.
Primero creyó que era un reflejo.
Una figura entre la bruma, de cabello largo y vestido blanco, avanzando entre los troncos.
Maricela dejó caer el canasto.
—¿Josefina? —susurró.
La sombra se detuvo.
El viento pareció detenerse también.
Era ella.
Su hermana.
La misma que el Tigre había matado en el cenote, justo antes de recibir el plomo caliente de Maricela.
La misma mirada.
Pero su piel brillaba, como si estuviera hecha de agua y luz.
Maricela dio un paso al frente.
El aire se volvió espeso, con olor a tierra mojada y flor podrida.
Josefina sonrió.
—Ya no estás muerta, hermana. —dijo con voz lenta, como si hablara desde el fondo de un pozo.
—No —respondió Maricela, temblando—. Pero a veces quisiera estarlo.
—No puedes. No todavía.
La figura se acercó, y Maricela vio que sus pies no tocaban el suelo.
—Te dejé un camino —dijo Josefina—. Pero no es de tierra. Es de niñas.
Maricela frunció el ceño, sin entender.
—¿Qué niñas?
—Las que vienen. Las que van a sufrir lo que nosotras.
Josefina alzó la mano y tocó su frente.
Una descarga le atravesó la cabeza.
Vio flashes: rostros de niñas con miedo, escondidas, corriendo, llorando.
Vio una carretera. Vio un burdel con luces rojas.
Vio un rostro que no conocía todavía: una mujer morena, de cabello rizado, con una grabadora en la mano.
La Chan.
Aunque no sabía su nombre, supo que sería parte del destino.
—Tendrás que hablar, Maricela —dijo su hermana—. Tendrás que contarlo todo, aunque nadie crea.
—¿Y si me matan?
—Entonces volverás conmigo.
El viento sopló fuerte. Las hojas se agitaron como risas.
Cuando quiso tocarla, Josefina ya no estaba.
Sólo el eco de su voz, repitiendo como un rezo:
—Habla por las que no pudieron.
Maricela se quedó ahí, bajo los árboles, con las manos temblando y los ojos vidriosos.
Rió.
Primero bajo. Luego más fuerte.
Una risa rota, entre el llanto y la locura.
Se llevó las manos al rostro, cubierto de cicatrices, y susurró:
—Está bien, hermanita. Haré que me escuchen. Aunque sea desde el infierno.
Cuando volvió a la choza, la vieja la miró sin sorpresa.
—Ya vino por ti, ¿verdad? —preguntó.
Maricela asintió.
—Entonces ya no tardarás en irte.
Esa noche no pudo dormir.
El zumbido en su cabeza se convirtió en voces.
La selva hablaba.
Y por primera vez, Maricela escuchaba con claridad.
Este texto es una obra de ficción. Los nombres, personajes, lugares, organizaciones, eventos y situaciones descritos son producto de la imaginación del autor. Cualquier semejanza con personas reales, vivas, fallecidas o con hechos reales, es pura coincidencia.
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