Los últimos días de Charles Bukowski

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Como si cada vez fuera más difícil entender cualquier cosa sin la ayuda de una ilustración, solemos asociar la obra de un autor con uno de sus retratos, quién sabe si movidos por la superstición de que una iluminará a la otra, o sencillamente porque cierto automatismo icónico nos impulsa a adjudicar la responsabilidad de una obra —así sea magistral o mediocre— a la materialidad de un busto, al asidero de una fotografía. Los libros parecen incompletos —y los editores unos desalmados— cuando no incluyen siquiera una caricatura del autor en alguna de las solapas, pese a que en el caso de muchos autores de la antigüedad esto sea del todo imposible o conjetural, y pese a que en el caso de muchos autores contemporáneos esto sea del todo insatisfactorio y desalentador, cuando no anticlimático y ridículo.
En mi galería mental de Charles Bukowski (1920-1994) hay dos imágenes que se contraponen y casi diría que luchan entre sí; dos imágenes muy distintas —de épocas también muy distintas— que sin embargo con el paso del tiempo han terminado por reconciliarse en mi cabeza y tal vez se han fundido en una sola, como esas postales de plástico que gracias a un efecto óptico se transforman —nos guiñan el ojo, por ejemplo— dependiendo del ángulo desde el que las miremos. La primera es una fotografía célebre en la que Bukowski, joven y desgreñado, se acerca el dedo meñique a la boca en el gesto no de quien quiere producirse el vómito sino de quien busca contagiarnos su asco.

Es un retrato puntual, impecable, que apresa el papel que Bukowski se esforzaba en representar frente al objetivo de la cámara —un papel contestatario y brutal, de escritor-maldito-lumpen, de genio recién salido de la alcantarilla—, pero que al mismo tiempo, por debajo o por encima de esa actitud, exhibe al hombre en el que irremediablemente se había convertido: un escritor estragado por el acné, el alcohol y los excesos, de un vigor que sólo puede dar el descreimiento, y que para mantener viva su leyenda ha debido valerse de cierto histrionismo salvaje. Es el retrato perfecto del Bukowski marginal, bravucón y antisolemne, que trabaja como limpiaplatos y cartero; que ha hecho de la crudeza y la obscenidad sus principales armas estéticas, y ha recogido como quizá ningún otro escritor la musicalidad del habla cotidiana. Es el Bukowski de la sordidez americana y la noche interminable y brumosa y etílica, de los inadaptados y los perdedores, a punto de convertirse en cliché.

La segunda imagen es uno de los dibujos que Robert Crumb realizó para la edición póstuma del libro El capitán salió a comer y los marineros tomaron el barco (1998), el diario que Hank escribió durante los últimos meses de su vida. Se trata de un dibujo cándido, incluso cursi, sin intenciones sarcásticas, que muestra a un Bukowski ya viejo, panzón y pensativo en su jacuzzi al aire libre, acompañado por uno de sus gatos. Aunque a primera vista podríamos sospechar una intención ácida de parte del dibujante (¿qué destino puede ser más cruel para un escritor maldito que sobrevivir a sus excesos y terminar como un anciano venerable en su rinconcito doméstico, tal como correspondería a un poeta laureado?), en realidad Crumb se limita a ilustrar una entrada del diario del otoño de 1991 —tres años antes de su muerte—, en la que Bukowski describe una escena cotidiana de su nueva vida como escritor consagrado.

La expresión a la vez apacible y cabizbaja del dibujo de Crumb se corresponde punto por punto con la temperatura anímica del Bukowski que leemos en esas páginas, en las que desconcertado y complacido por su fama creciente no tiene más remedio que refugiarse en la befa de sí mismo: “Viejo escritor en jacuzzi, divagando. Agradable, agradable. Pero el infierno siempre está allí, esperando para deso-villarse.” Estamos frente a un Bukowski acabado, lo cual en su caso significa un Bukowski exitoso, alcanzado por la celebridad y el dinero, que ya sólo entra a los bares para orinar, y se aparta de las peleas callejeras con ese cansancio en el que se confunden la nostalgia y el recelo. Un Bukowski también más sosegado y metafísico, en el que el descreimiento ha dejado de tomar la forma de la procacidad y más bien se ha resuelto en misantropía, una misantropía tan aguda y provocadora como el alarido más feroz.

Después de mirar alternativamente esas dos imágenes he entendido que ambas se superponen y acaso son la misma. Una vez que Bukowski advirtió con sorpresa que había sobrevivido al alcohol y las palizas, al hambre y la degradación, pero sobre todo a sí mismo, también se dio cuenta de que la única manera de seguir vivo —esto es, de seguir escribiendo, de apostar en el hipódromo y de rascarse largamente los sobacos—, era luchar contra el cliché, contra la marioneta de los bajos fondos: abjurar de la vieja y fácil fidelidad al eructo. Y entonces, de manera natural, con la naturalidad que otorga la congruencia, dirigió ese gesto primigenio de asco contra sí mismo.

Tal y como se desprende de la lectura de su diario, los últimos días de Bukowski transcurrieron en medio de una rabia serena, de un escarnio poco ruidoso y poco legendario que sin embargo no por ello perdió su buena dosis de corrosión y de brío. En esas páginas está el Bukowski reflexivo, el Bukowski mordaz, que ya lejos de la cloaca tiene el humor suficiente para burlarse de ella y no añorarla, sin dejar en ningún momento de atentar contra la estética antiséptica y la falta de arrojo de buena parte de la literatura contemporánea. (“Los poetas que he conocido han sido siempre unas medusas reblandecidas y unos arribistas. De lo único que pueden escribir es de su ausencia egoísta de aguante.”) Quizá en esos últimos días Bukowski alcanzó esa serenidad filosófica de la serpiente que ha optado por morderse la cola, aunque no tanto para cerrar el ciclo y aspirar a la inmortalidad, sino para no sentirse satisfecho de estar sentado en su propio trasero.

Artículo publicado por Letras Libres.

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