Uno por uno: La cloaca

Paraíso Infernal
Entrega 8

Uno por uno: La cloaca
Por Eduardo De Luna

José Gumaro estaba tirado en la terracería de la colonia Nicte Ha. La sangre le salía a borbotones por la boca y el abdomen perforado. Su respiración era un jadeo seco, entrecortado, mientras la tierra se le pegaba al sudor. Apenas alcanzaba a pensar entre el zumbido de los insectos y el calor de la tarde.

“Nunca debí haber regresado a Playa del Carmen”, se repetía con la poca fuerza que le quedaba. “Valgo verga, valgo verga”.

Lo habían dejado ahí, como perro atropellado, con la camisa rota y el pantalón enlodado. Ningún vecino se atrevía a salir. Sabían que asomarse era firmar la sentencia. Los disparos ya habían advertido a todos: la plaza tenía nuevos dueños.

Yo lo miraba desde la distancia, sin poder meterme. No era la primera vez que me tocaba reportear un muerto en Nicte Ha, pero esta escena tenía otra densidad, un aire más pesado. Gumaro había sido un cabrón de muchas mañas, informante para unos, traidor para otros. Lo conocí años atrás, en cantinas de mala muerte, cuando todavía presumía que tenía línea con la policía ministerial.

Ahora yacía ahí, arrastrando las últimas palabras de su vida entre la tierra húmeda y el polvo de obra negra que levantaba el viento.

“Valgo verga…”, insistía, hasta que el silencio terminó por cubrirlo.

El eco de los disparos todavía retumbaba en la colonia. La policía llegó tarde, como siempre. Dos patrullas estacionadas a media cuadra, con las torretas encendidas pero sin acercarse. Los uniformados preferían esperar a que todo estuviera muerto antes de levantar el parte.

Me acerqué lo suficiente para ver cómo un perro flaco olfateaba los charcos de sangre de Gumaro. La cinta amarilla tardó más de veinte minutos en aparecer, y aún así nadie se animaba a poner orden. Los vecinos miraban desde las rendijas de sus ventanas, algunos grababan con el celular, pero nadie decía nada. Nicte Ha estaba marcada, igual que tantas colonias levantadas sobre invasiones o prebendas políticas de una maquinaria que todavía caminaba, escondida bajo nuevos colores. Territorio de nadie, donde la ley entraba solo a recoger cadáveres.

Reconocí de lejos a un tipo en un Tsuru blanco sin placas. Estaba estacionado en la esquina, motor apagado, ojos fijos en la escena. No era curioso, tampoco vecino. Lo conocía de vista: Gonzalitos, pistolero de medio pelo, sombra de Javier Gorote. Habían estado siguiendo los pasos de Gumaro desde hacía semanas. Ahora miraba satisfecho, como quien tacha un pendiente de la libreta.

Los policías ni lo voltearon a ver. Sabían de sobra quién mandaba ahí.

Yo tomaba notas rápidas, escondida detrás de un poste de luz, sintiendo esa mezcla de adrenalina y asco que me ha acompañado toda mi carrera. La muerte en Playa del Carmen se volvió rutina, pero en Gumaro había un mensaje más grande. No lo ejecutaron solo por cuentas personales: alguien quería mostrar fuerza.

Y el cuerpo tirado en la terracería era la postal perfecta.

La Chan encendió un cigarrillo, de esos de 25 por 50 pesos, “putos políticos”, pensó al recordar que cada 6 meses le meten una puñalada a los fumadores, con impuestos.

De regreso en la redacción, el olor a tabaco y café requemado era igual de pesado que la colonia Nicte Ha. El ventilador apenas movía el aire y los focos amarillentos parpadeaban, como si estuvieran a punto de reventar. Me senté frente a la computadora, abrí el archivo y dejé que mis dedos se clavaran en el teclado.

Las notas de campo todavía me quemaban en la libreta: José Gumaro, acribillado. Vecinos callados. Patrullas ausentes. Un Tsuru blanco con testigo mudo.

Tenía claro el titular, pero no la conveniencia. El nombre de Gumaro arrastraba demasiado lodo. Informante de ministeriales, soplón en juicios, cargador de favores en el submundo de Playa. Publicarlo completo era firmar mi sentencia. Pero no hacerlo era darle la razón a los que creen que la prensa solo sirve para repetir boletines.

Encendí un cigarro. El humo me raspó la garganta. Pensé en Julio Scherer, en los tiempos en que creíamos que una nota podía doblar la mano del poder. Ahora los poderes eran otros: carteles con oficinas disfrazadas de agencias de bienes raíces, matronas brasileñas en Playacar, policías de uniforme planchado que se arrodillaban por un fajo de billetes.

Volví a la pantalla. Escribí la primera línea:

“José Gumaro, viejo conocido de las cloacas políticas de Playa del Carmen, fue ejecutado esta tarde en la colonia Nicte Ha. Nadie habló. Nadie miró. Nadie escuchó.”

Sabía que esa entrada no iba a pasar por los filtros del editor de la central, pero al menos quedaba constancia en mi máquina. El archivo se guardó con el nombre que siempre uso en casos como este: borrador1.doc. Un escondite inútil, pero que me daba la ilusión de seguir siendo libre.

Afuerita, la Quinta Avenida hervía de turistas, mariachis falsos y vendedores de tequila adulterado. Aquí adentro, la ciudad me gritaba su verdadera cara: una que se cubría de polvo, sangre y silencio.

Policía en la escena

Gorote encendió un Delicados sin filtro y dejó que el humo le llenara los pulmones. Estaba estacionado en el Tsuru blanco sin placas, a tres cuadras de la escena, con Gonzalitos al volante. El aire acondicionado no servía, y el sudor le corría por la espalda como agua sucia.

—Ya estuvo, jefe —dijo Gonzalitos, inquieto, mirando por el retrovisor—. Ese cabrón ya no canta.

Gorote lo ignoró. Miraba la calle como quien revisa un mapa de guerra. Nicte Ha era un laberinto de pasajes oscuros, perros flacos y niños descalzos. Territorio donde la autoridad no pisaba a menos que hubiera cadáver. Justo lo que necesitaba.

—¿Sabes qué es lo peor de todo, Gonza? —dijo finalmente, sacudiendo la ceniza—. Que hasta el último respiro ese cabrón se creyó importante. Valía verga desde hace años. Nomás no lo había entendido.

Gonzalitos asintió, callado. Sabía que un mal comentario podía costarle caro.

Gorote prendió otro cigarro. Pensaba en la vicefiscal, en su risa fingida, en las promesas de favores a cambio de silencio. Esa mujer jugaba su propio ajedrez, y él era la pieza sucia que movía a voluntad. Por ahora.

Lo de Gumaro no era personal: era mensaje. Y Playa tenía que entenderlo.

Apretó los dientes, tiró la colilla por la ventana y ordenó:

—Vámonos, Gonza. Aquí ya no hay nada que hacer.

El motor del Tsuru tosió al arrancar. La noche apenas comenzaba, y en la libreta de pendientes de Gorote todavía quedaban nombres por tachar.

La madrugada cayó sobre Playa como un trapo húmedo. En la Nicte Ha quedó la sangre seca de Gumaro, olvidada entre perros famélicos y basura apilada. En la redacción, mi nota guardada como borrador1.doc apenas respiraba dentro de la computadora, esperando el momento de salir a la calle.

Y en algún punto de la ciudad, el Tsuru sin placas seguía rodando, con Gorote fumando otro Delicados y Gonzalitos mordiéndose los labios, sabiendo que todavía faltaban más nombres por silenciar.

Esa noche, Playa del Carmen entendió que los muertos ya no eran advertencia. Eran el nuevo lenguaje de poder.

Este texto es una obra de ficción. Los nombres, personajes, lugares, organizaciones, eventos y situaciones descritos son producto de la imaginación del autor. Cualquier semejanza con personas reales, vivas, fallecidas o con hechos reales, es pura coincidencia.

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