Paraíso infernal
Entrega 9
“Los muertos que caminan”
Por Eduardo De Luna
Nunca había visto a Playa tan llena. Desde temprano pensó La Chan mientras encendía un delicados con filtro, los turistas se adueñaron de la Quinta con sus calaveras pintadas, coronas de flores y trajes de superhéroes fluorescentes. Hasta los perros llevaban disfraces: esqueletos pintados con pintura blanca, capas, lentes, máscaras de luchador. La ciudad entera se convirtió en un carnaval de cuerpos, sudor y selfies. Los locales vendían micheladas en vasos de plástico, los vendedores ambulantes ofrecían coronas de papel, y los bares extendían su música hasta las banquetas.
Era el Día de Muertos, pero en Playa nadie pensaba en los difuntos. Todo era ruido, luces, licor. Una noche para olvidar, no para recordar. Desde mi ventana, en el viejo hotel de la 4 con 10, podía ver el desfile humano avanzar como una marea hipnotizada. El aire olía a copal, marihuana y perfume barato. Pero debajo de ese olor festivo había algo más: una nota agria, metálica, como si el mar exhalara óxido. No lo sabía entonces, pero era el olor del desastre.
Las fiestas particulares estaban a reventar. Los after hours, igual. Cada club competía por quién ponía la música más fuerte y las luces más histéricas. Algunos turistas millonarios rentaban villas en Playacar para sus propios aquelarres privados. Las bailarinas —mexicanas, argentinas, colombianas— desfilaban entre tragos y dólares, con cuerpos que brillaban bajo luces de neón y miradas que no reflejaban nada. Todo se vendía: el placer, la ilusión, la noche. Pero había algo distinto ese año. Un rumor entre los que sabían o creían saber de qué lado se movía la mercancía.
Dos días antes, en los lotes baldíos de Nicte-Ha, unos jóvenes químicos trabajaban a contrarreloj. No eran expertos, ni mucho menos. Apenas sabían medir las proporciones de una fórmula que se repetía en las cocinas del infierno. Los había contratado una célula criminal que controlaba buena parte de la droga en el corredor turístico, y los habían amenazado: “Dos días para cocinar doscientas cubetas. O los cocinamos a ustedes”. No tenían opción. Cocinaron con miedo, con apuro, con errores.
La mezcla salió turbia. Un cristal amarillento, con burbujas que olían a plástico derretido. Nadie se tomó la molestia de probarlo antes de distribuirlo. Esa noche lo movieron todo: mochilas, hieleras, cajas de refresco. Las casas de seguridad se convirtieron en hormigueros, los repartidores salían en moto con la mirada fija, como si supieran que llevaban en los bolsillos el apocalipsis.
Los primeros en probar el nuevo lote fueron los de siempre: albañiles sin turno, meseros que habían cerrado tarde, gogós que querían mantenerse despiertas, turistas que buscaban “algo local”. La dosis era más fuerte, más rápida. Una chispa en la lengua, una llamarada en el cerebro. Pero al poco rato, los efectos cambiaban: sudor, ansiedad, un ardor interno, ganas de rascarse la piel hasta sangrar.
Los reportes empezaron poco antes de medianoche. Un hombre corriendo desnudo por la 34, golpeándose el pecho contra las paredes. Una mujer que se cortó las mejillas frente al espejo de un hostal. Un grupo en trance, inmóviles frente al mar, con los ojos en blanco. La policía no entendía nada. Pensaron que era una sobredosis más, hasta que uno de los paramédicos fue mordido en la ambulancia.
Yo estaba en la redacción del periódico, revisando notas atrasadas, cuando entraron las primeras llamadas:
—Chan, están diciendo que hay un brote de locos en Nicte-Ha. Que se están atacando entre ellos.
—¿Locos?
—O drogados. Pero no parece lo de siempre.
Salí con mi grabadora. una libreta y el celular. En el camino, la ciudad seguía de fiesta. Nadie sabía lo que se cocinaba a unas cuadras de ahí. En la 38, una camioneta con altavoces lanzaba reguetón a todo volumen mientras una multitud bailaba sobre el pavimento. Al fondo, una ambulancia cruzaba con las sirenas abiertas, pero nadie se movía para dejarla pasar. Los muertos venían en camino y nadie lo sospechaba.
En Nicte-Ha olía a cloro y a grasa. La primera casa de seguridad estaba hecha un desastre: muebles rotos, paredes con sangre, pedazos de piel pegados al yeso. Uno de los agentes municipales me dijo que habían encontrado cuerpos sin ojos, sin lengua. Pero no todos eran cadáveres. Algunos seguían moviéndose, intentando incorporarse, con el cuerpo lleno de cortes y una mirada vacía.
Esa noche no dormí. Las radios policiales ardían de reportes: asaltos en cadena, agresiones sin motivo, ataques en fraccionamientos. La Quinta, sin embargo, seguía llena de turistas bailando. Entre las luces de neón y las máscaras de calavera, nadie distinguía quién estaba drogado y quién ya había cruzado la línea.
Las casas de seguridad fueron las primeras en caer. Los zombis —así los empezaron a llamar los propios narcos— llegaban tambaleando, pidiendo más dosis, sin dinero, sin conciencia. Al principio eran pocos, pero pronto se multiplicaron. Cuando los rechazaban, se quedaban afuera, murmurando, golpeando las puertas. Luego comenzaron a agruparse, a coordinarse, como si una voluntad común los moviera.
A las tres de la mañana, las cámaras de seguridad registraron el primer asalto masivo. Decenas de cuerpos entrando por las ventanas, arañando, mordiendo, gritando. Los guardias respondieron con palos, machetes, pistolas. Pero no bastaba. A cada caída, otros veinte seguían avanzando. Una ola de carne y desesperación. Las esposas y los niños, que los dealers usaban como escudos humanos, también fueron arrastrados por la turba. Nadie los volvió a ver.
Al amanecer, Playa del Carmen era otra. Las calles olían a hierro y a humo. Las luces de Halloween seguían encendidas, parpadeando sobre un suelo cubierto de botellas rotas y sangre. Desde mi ventana vi a una mujer vestida de catrina tambalearse frente al hotel. Llevaba un ramo de flores marchitas en una mano y en la otra, un pedazo de espejo donde se miraba una y otra vez, buscando algo que ya no estaba.
Esa fue la noche en que los muertos regresaron a Playa. No los del panteón, sino los que nunca supieron que ya estaban muertos.
Cuando salí del hotel al amanecer, la Quinta parecía una resaca colectiva. El pavimento aún estaba húmedo por la sangre y la cerveza. Los turistas caminaban sin saber qué había pasado; algunos seguían borrachos, otros miraban con cara de espanto los rastros de la noche. Nadie podía explicar por qué, entre los restos de las fiestas, había cuerpos con los ojos abiertos, fijos en el vacío, como si todavía esperaran una última dosis.
Las sirenas no paraban. Ambulancias, patrullas, mototaxis con heridos. En el parque fundadores, un grupo de paramédicos intentaba reanimar a una muchacha vestida de catrina. Le habían arrancado parte del cuello. A un costado, su amiga lloraba con un maquillaje corrido que la hacía parecer una máscara rota. Nadie sabía quién la atacó.
La Quinta, que una noche antes era un desfile de colores, se había convertido en una ruta de escape. Los negocios cerraban con cadenas, los bares bajaban las cortinas metálicas. Algunos empleados se atrincheraban dentro con bates, otros huían hacia la carretera. Se decía que los zombis ya habían llegado hasta el centro.
Los primeros reportes confirmados hablaban de una turba que arrasó con una casa de seguridad en la 112. Luego otra en la 80. Los sobrevivientes de esas escenas juraban que no eran personas normales: que los veían avanzar con los huesos fracturados, que ni el plomo los detenía. “Eran como fieras, pero sin alma”, me dijo un guardia antes de que lo subieran a una ambulancia. Tenía la oreja arrancada y una sonrisa fija, como si el cerebro aún no le procesara el miedo.
Caminé hasta la 30, donde una patrulla volcada ardía frente al Walmart. El humo olía a plástico y carne. Un policía joven, con la mirada perdida, sostenía el radio sin saber a quién hablarle. Me acerqué.
—¿Qué pasó aquí?
—Nada —dijo—. Se acabó todo.
En el suelo había pedazos de zapatos, una muñeca sin cabeza y un costal con lo que parecían restos humanos. Alguien había pintado en la pared: “Queremos más”. No sabía si era una consigna o una advertencia.
En los clubes de playa el panorama era peor. Me contaron que los primeros ataques ahí empezaron pasadas las cinco de la mañana. Los zombies irrumpieron entre la música, mezclándose con los bailarines. Nadie se dio cuenta hasta que una gogó, una argentina de piernas largas y sonrisa de neón, empezó a convulsionar en el escenario. Los guardias pensaron que era parte del show. Luego se le reventó una vena en la frente y cayó entre la multitud. Cuando la levantaron, ya mordía.
Las cámaras de seguridad registraron escenas que nadie quiso volver a ver: turistas en pánico, cuerpos arrastrándose por la arena, una lluvia de luces estroboscópicas iluminando el horror. Algunos escaparon nadando hacia el mar. Otros se perdieron entre las calles.
Para la tarde, los hospitales estaban saturados. El olor a desinfectante y miedo se mezclaba con el del sudor. Vi a un médico lavándose las manos por enésima vez, con los ojos vidriosos.
—No sé qué tienen —me dijo—. No les duele, no gritan. Solo muerden.
Intenté comunicarme con Seguridad Pública. Nadie respondía. Tampoco en la Fiscalía. Algunos decían que los jefes se habían encerrado en la comandancia. Otros, que ya habían huido hacia Cancún. La ciudad estaba sola.
En la Colosio, los vecinos improvisaron barricadas con muebles y tambos. Desde las azoteas vigilaban con machetes y botellas de gasolina. En la noche, escuché gritos a lo lejos, una mezcla de gemidos y risas que helaban la sangre. No eran humanos.
A medianoche, decidí salir otra vez. No podía quedarme encerrada mientras el infierno caminaba por las calles. Llevaba una linterna, mi grabadora y un cigarro apagado entre los labios. Caminé por la 10, donde los postes parpadeaban intermitentes. En una esquina encontré a un niño abrazado a un perro disfrazado de murciélago. El animal estaba muerto.
—¿Dónde están tus papás? —le pregunté.
—Se fueron al cielo —dijo sin llorar.
En la 14 vi cuerpos amontonados frente a un bar. No supe si dormían o estaban muertos. Uno de ellos levantó la cabeza y me miró. Tenía los ojos en blanco, la piel gris. Caminé hacia atrás sin hacer ruido. El sonido de las sandalias sobre el pavimento me delató. Empezó a seguirme. Detrás de él, otros. Se movían lento, pero sin detenerse. Corrí hasta la avenida.
Llegué a la playa. El mar estaba lleno de sombras que flotaban entre las olas. Algunos cuerpos, otros vivos, otros no tanto. Desde el muelle podía ver las luces de Cozumel parpadeando a lo lejos, indiferentes.
En el palacio municipal, un grupo de soldados trataba de contener a la multitud. Escuché disparos, ráfagas secas. Los muertos caían, pero volvían a levantarse. Uno de los soldados se quitó el casco, se sentó y empezó a llorar. Entendí que todo había terminado.
Grabé una última nota de voz:
“Playa del Carmen, Día de Muertos. La ciudad se devora a sí misma. Los vivos corren, los muertos también. No hay refugio, solo ruido y sal. Si alguien escucha esto, que sepa que no fue una plaga ni una maldición. Fue negocio. El infierno se cocina con miedo y cristal barato.”
Guardé la grabadora y encendí el cigarro. La brasa iluminó por un segundo el rostro de una catrina que me observaba desde la orilla. Sonreía, o eso parecía. Detrás de ella, la marea traía cuerpos sin rumbo, flotando entre espuma y música lejana.
El segundo amanecer encontró a la Quinta en silencio. Las máscaras tiradas, las luces apagadas. Nadie sabía cuántos habían muerto, ni quiénes seguían vivos. Solo quedaban huellas, sangre seca y el eco de una ciudad que bailó con sus muertos hasta perder el alma.
Esa fue la noche en que Playa del Carmen se convirtió en su propio altar. Un altar de cristal, fuego y carne.
Este texto es una obra de ficción. Los nombres, personajes, lugares, organizaciones, eventos y situaciones descritos son producto de la imaginación del autor. Cualquier semejanza con personas reales, vivas, fallecidas o con hechos reales, es pura coincidencia.
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