PARAÍSO INFERNAL
Capítulo 12: El hombre que no debía morir aquí
Por: Eduardo De Luna
El Caribe no perdona.
Solo disfraza.
Tulum amaneció con resaca de lujo. Concreto nuevo, selva mutilada, drones de inmobiliarias zumbando como moscas verdes sobre cadáver fresco. El sol salió temprano, como siempre. La muerte también.
El departamento estaba limpio. Demasiado limpio para un sábado. Piso pulido. Muebles caros. Ventanales abiertos a una selva domesticada a machetazos. El complejo se llamaba Aldea Zama. Nombre maya para una mentira global. Ahí vivían los que no querían que los encontraran y los que creían que el dinero bastaba para comprar invisibilidad.
Jonah Cohen yacía boca arriba. Dos tiros. Uno en el pecho. Otro en la cabeza. Precisión sin prisa. Ejecución quirúrgica. Sangre oscura formando un charco espeso sobre el mármol italiano. No hubo forcejeo. No hubo defensa. El hombre ya estaba muerto antes del segundo disparo.
En el cuarto de lavado, Valerina temblaba. Veintinueve años. Venezolana. Ojos abiertos como puertas sin casa. Golpeada. Encerrada. Viva. Eso ya era un mensaje.
Los municipales llegaron tarde, como siempre. Primero los curiosos. Luego el administrador del condominio. Después una patrulla con dos agentes sudados, nerviosos, demasiado atentos a no tocar nada. Nadie acordonó bien. Nadie tomó notas con cuidado. Nadie preguntó lo correcto.
—¿Quién era? —preguntó uno.
—Un extranjero —dijo otro—. De los que pagan en dólares.
La Fiscalía abrió carpeta. Palabras huecas. Carpeta significa tiempo. Tiempo significa olvido.
La reportera llegó una hora después. La Chan. Nadie sabía su nombre completo. Nadie se atrevía a preguntarlo. Pelo recogido. Lentes oscuros. Libreta vieja. Olfato intacto. Había visto demasiados cuerpos como para sorprenderse, pero ese tenía algo distinto. No era narco. No era turista. No era ajuste de cuentas local.
El cadáver no gritaba dinero. Gritaba pasado.
—¿Quién es? —preguntó, sin levantar la voz.
Un agente joven dudó. Miró a su superior. El superior negó con la cabeza.
—Uruguayo —dijo al fin—. Seguridad privada.
Mentira uno.
La Chan anotó sin creerlo. Miró el lugar. Ventanas abiertas. Sin cajas fuertes forzadas. Sin robo. Sin desorden. Dos disparos. Profesionales.
—¿Tres agresores?
—Eso dice la mujer.
Valerina no hablaba. Solo asentía. Sus manos temblaban. No lloraba. El llanto vendría después. O nunca.
La nota salió esa misma tarde. Breve. Medida. Sin nombres incómodos.
“Extranjero asesinado en complejo residencial”. Nada más. Nada menos. El sistema respiró tranquilo.
Pero el silencio no duró.
Esa misma noche, a doce mil kilómetros, un teléfono satelital vibró en Tel Aviv.
Un nombre encendió alarmas viejas.
Jonah Cohen.
No era uruguayo.
No era solo seguridad privada.
No era nadie que pudiera morir así, en una postal tropical, sin consecuencias.
Cohen había sido muchas cosas. Demasiadas. Combatiente. Infiltrado. Traidor para unos. Chivo expiatorio para otros. Agente de una unidad que no existía oficialmente. Un hombre entrenado para desaparecer, no para ser encontrado boca arriba en Quintana Roo.
Había vivido los últimos años en México. Se movía entre empresas de seguridad, asesorías privadas, contactos turbios. Hablaba poco. Bebía solo. Nunca subía fotos. Nunca dejaba rastros largos. Como si supiera que el pasado tiene dientes.
En otra vida, Cohen se había infiltrado entre fanáticos. Se hizo pasar por uno de ellos. Aprendió su odio. Repitió sus consignas. Ganó su confianza. Caminó con ellos. Planeó con ellos. Y cuando llegó el momento, los entregó.
Eso no se perdona.
Tampoco se olvida.
La Chan recibió la llamada al amanecer. Número desconocido. Voz seca. Acento extranjero.
—El muerto no es quien dicen.
Clic.
Eso bastó.
En menos de veinticuatro horas, el nombre real comenzó a circular en susurros. Primero entre corresponsales. Luego en portales extranjeros. Finalmente, en un medio israelí que no se equivoca cuando habla de los suyos.
Exagente del Shin Bet.
La palabra cayó como una bomba sorda en la Fiscalía de Quintana Roo.
El fiscal leyó la nota dos veces. Cerró la puerta. Apagó el aire acondicionado. Sudó. No por el calor. Por el alcance.
—¿Quién autorizó que esto saliera?
Nadie respondió.
Se activaron protocolos que no están en ningún manual estatal. Llamadas cifradas. Correos que se borran solos. Instrucciones vagas. “No muevan nada”. “No filtren más”. “Esto ya no es nuestro”.
Tres días después, llegaron.
No usaban insignias. No pidieron permiso. No se registraron como visitas oficiales. Dos hombres. Trajes claros. Miradas duras. Español correcto. Credenciales que no se fotocopian.
Pidieron ver al fiscal. A solas.
Nadie supo qué se dijo ahí dentro. Solo se supo el efecto.
La carpeta se congeló.
Los agentes que habían hablado fueron reasignados.
Las cámaras del complejo entraron en “mantenimiento”.
Valerina desapareció del radar institucional.
Los medios locales recibieron llamadas educadas, firmes, definitivas.
Silencio total.
La Chan intentó confirmar. Nadie contestó. Nadie sabía. Nadie podía.
—No te metas ahí —le dijo un colega—. No es de aquí.
Eso era lo peor.
Sí era de aquí.
Porque el hombre había muerto en suelo mexicano. Porque los tiros habían sido aquí. Porque el mensaje estaba escrito con sangre local.
Tulum no es un error geográfico. Es un punto de cruce. Para dinero. Para cuerpos. Para secretos.
Y alguien había decidido que ese secreto no debía ventilarse.
El fiscal salió de su oficina esa noche con la cara gris. No dio declaraciones. No miró a nadie. Se subió a su camioneta blindada y desapareció entre la selva asfaltada.
Desde entonces, nada.
Ni avances.
Ni detenidos.
Ni hipótesis.
El expediente duerme.
El caso no existe.
Pero la muerte no se borra.
Y en este Paraíso Infernal, cuando el silencio baja de golpe, es porque algo mucho más grande acaba de pasar… y todavía no termina y es que la Shin Bet no persigue fantasmas.
Los fabrica.
No es ejército. No es policía. No es diplomacia. Es otra cosa. Seguridad interna. Inteligencia doméstica. El ojo que mira hacia adentro cuando el Estado sospecha de los suyos. Terrorismo, espionaje, extremismo, traición. El trabajo sucio que no se reconoce y nunca se agradece.
La Shin Bet infiltra. Provoca. Empuja. Deja que el enemigo se delate. Y cuando termina, borra nombres, quema identidades, abandona agentes.
Jonah Cohen había sido eso.
Un hombre desechable.
En su mejor época se metió entre fanáticos religiosos armados. Colonos radicales. Tipos que hablaban de Dios con una mano y de explosivos con la otra. Cohen se volvió uno de ellos. Bebió con ellos. Rezó con ellos. Planeó con ellos. Y cuando llegó el momento, los entregó.
Eso crea enemigos que no duermen.
Pero el problema no fue solo Israel.
El problema fue después.
Cuando la Shin Bet ya no lo protegía.
Cuando el pasado seguía vivo.
Cuando Jonah entendió que su nombre estaba marcado.
México fue refugio. Siempre lo es.
Un país donde los expedientes se pudren y los puertos nunca cierran.
Jonah llegó primero a la Riviera Maya como asesor de seguridad. Un extranjero más con currículum inflado y acento neutro. Se movía entre empresarios, promotores, desarrolladores inmobiliarios. Sabía leer a la gente. Sabía detectar miedo. Sabía vender protección.
Pero Tulum no vive solo de yoga y ayahuasca.
Vive de noche.
Y la noche exige suministros.
Festivales de música electrónica. Nombres en inglés. DJs europeos. Multitudes blancas drogadas frente a la selva. Éxtasis importado. Ketamina. MDMA. LSD. Cocaína limpia para narices limpias. Microtráfico de alto nivel. Dinero rápido. Riesgo controlado.
Jonah vio el sistema.
Y el sistema lo vio a él.
No eran narcos tradicionales. Eran operadores logísticos. Grupos híbridos. Europeos, sudamericanos, mexicanos. Nadie cargaba armas largas. Nadie gritaba. Todo fluía.
Seguridad privada para eventos. Control de accesos. Detección de infiltrados. Rutas de distribución invisibles. Jonah empezó “asesorando”. Luego coordinando. Luego preguntando demasiado.
Ahí está la grieta.
Porque Jonah no solo vendía servicios.
También investigaba.
Armas israelíes comenzaron a aparecer donde no debían. Fusiles compactos. Drones tácticos. Sistemas de comunicación cifrada. No llegaban por licitación oficial. No pasaban por aduanas visibles. Llegaban fragmentadas. Ensambladas lejos. Redistribuidas hacia el sur.
Grupos paramilitares en Sudamérica.
Milicias privadas.
Escuadrones que no existen.
Alguien estaba usando la Riviera Maya como punto de tránsito. No solo para drogas. Para armas. Para entrenamiento. Para dinero que no deja rastro.
Jonah olió el patrón.
Podía ser negocio.
Podía ser investigación.
Podía ser ambas cosas.
Tal vez la Shin Bet nunca dejó de usarlo. Tal vez Jonah creía que podía redimirse entregando algo grande. Tal vez solo estaba construyendo un seguro de vida.
En Tulum nadie pregunta de más sin pagar precio.
Jonah hablaba con demasiada gente.
Exmilitares. Promotores. Traficantes finos. Tipos que decían “logística” cuando querían decir “guerra”.
Sabía demasiado.
O fingía saber.
Eso no importa.
El resultado es el mismo.
La música seguía sonando.
Los festivales seguían vendiendo espiritualidad empaquetada.
Y debajo, corría mercancía.
Hasta que alguien decidió que Jonah ya no era útil.
Tres hombres entraron a su departamento. No improvisaron. Sabían dónde estaba el cuarto de lavado. Sabían que Valerina debía sobrevivir. Sabían que el mensaje era doble: ejecución y advertencia.
Dos disparos.
Silencio.
Después vinieron los otros silencios.
Los hombres de Israel no preguntaron quién lo mató.
Preguntaron qué había descubierto.
Y quién más lo sabía.
El fiscal entendió rápido. No era un homicidio local. Era un problema internacional enterrado en selva mexicana. Cualquier paso en falso lo convertiría en nota global. O en cadáver administrativo.
Así que obedeció.
La carpeta murió.
La investigación se congeló.
Los vínculos se ocultaron.
Porque si Jonah Cohen estaba investigando una red de tráfico que conectaba drogas, armas y paramilitares… entonces no era un traidor.
Era una amenaza.
Y si estaba a cargo de esa red…
entonces alguien decidió cerrarle la boca antes de que hablara de más…
Este texto es una obra de ficción. Los nombres, personajes, lugares, organizaciones, eventos y situaciones descritos son producto de la imaginación del autor. Cualquier semejanza con personas reales, vivas, fallecidas o con hechos reales, es pura coincidencia.
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