Antonine Artaud y el teatro de la crueldad

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Hay que darle a las palabras sólo la importancia que tienen en los sueños”, escribe Antonin Artaud en El teatro y su doble. Cito de memoria y es posible que lo haga de forma inexacta, pero así ha persistido en mi mente como una extraña advertencia desde que la leí en la adolescencia y, si hacemos caso a su significado, así debe quedar. Escritor, poeta, actor, dibujante, pero sobre todo un hombre atormentado e iluminado por el dolor, las drogas y la locura, Antonin Artaud (Marsella, 1896-Ivry, 1948) es uno de los grandes malditos del arte. Su leyenda está formada a partir de una existencia tan alucinada como trágica, así como por unos pocos libros que siguen siendo lecturas de referencia. La Casa Encendida, de Madrid, inicia el próximo viernes una amplia muestra sobre su vida y su obra, con dibujos, fotografías y sus cuadernos (algunos inéditos), además de actividades paralelas con películas, debates y una Radioperformance.

En tratamiento psiquiátrico casi desde la niñez, fue medicado tempranamente con opio, láudano y otros estupefacientes que lo convirtieron en adicto de por vida. Al llegar a París no tardó en ser acogido en el círculo surrealista de André Breton, gracias a su poemario Tric Trac del cielo (1924), pero poco después rompía con ellos para emprender su camino como actor en el teatro y el cine (hizo papeles secundarios en Napoleón, de Abel Gance, o en La pasión de Juana de Arco, de Carl Theodor Dreyer, entre otras), aunque con moderada fortuna. En esa época era un joven inteligente y sociable, de enigmática belleza y mirada penetrante, con un trasfondo oscuro y un carácter apasionado y visionario, que no tardaba en aflorar.

Artaud fue un pensador radical, vanguardista, que propuso las ideas de lo que llamó el Teatro de la Crueldad, que impactara profundamente en el espectador hasta hacerlo salir de la complaciente pasividad ante el teatro de entretenimiento. Junto a ello ponía como ejemplo el teatro balinés -asistió fascinado a dos representaciones en 1922 y 1931-, basado exclusivamente en la fisicidad y el simbolismo, opuesto a los excesos del diálogo en el teatro burgués occidental. Los textos reunidos en El teatro y su doble (publicado en 1938) siguen siendo una lectura intensa y reveladora, no sólo para los amantes de este género.

Aparte de ese libro, muestra de su revulsiva lucidez, Artaud ha dejado otro, Los tarahumaras, que reforzó su leyenda. En 1936, harto de la incomprensión de sus conceptos teatrales, emprendió un viaje a México en busca de las culturas autóctonas que aún mantenían una identidad incorrupta frente a las imposiciones coloniales. Iba en busca de la magia, de cierta espiritualidad primitiva, otra de sus obsesiones. Era la primera vez que se encontraba solo, sin médicos, amigos o familiares que lo protegieran, y tuvo que superar serias dificultades, sobre todo económicas. Tras un penoso viaje llegó hasta los indios tarahumara, con los que tomó peyote (un cactus alucinógeno), experiencia mística que determinó su existencia y de la que partió para escribir, a lo largo de casi una década, distintas versiones del libro.

Salió de México conmocionado y llegó a París presa de una actividad frenética. En pocos meses tiene lista la primera versión de Un viaje al país de los tarahumara, aparte de otros escritos, pese a carecer de domicilio fijo, y refugiándose con frecuencia en edificios en ruinas. Para entonces ha adoptado un bastón de trece nudos como parte inseparable de su atuendo -con el que camina golpeando el suelo a su paso-, y un cuchillo toledano. Se siente acosado por hechiceros y espíritus, su mente sufre desvaríos y acusa los estragos de su larga toxicomanía. “Mi vida con la droga es una continua tormenta”, escribe. Aficionado a videntes y tarotistas, se inventa una suerte de conjuros que consisten en dibujos a menudo quemados con cerillas y rotos por la presión desbocada de los lápices contra el papel. Los manda como cartas a sus amigos y enemigos.

En 1937 parte hacia Irlanda, por cinco -decisivas- semanas. Busca en el mundo gaélico los mitos del origen de todo. Causa diversos escándalos y es encarcelado y finalmente expulsado, con camisa de fuerza, a Francia. Al llegar es internado en un hospital psiquiátrico. Es el inicio de un infernal periplo que duraría nueve años, hasta 1946, por varios centros para enfermos mentales. Por un lado, tuvo la fortuna de caer en manos de algunos médicos cultos que apreciaban su talento y le proporcionaban lecturas. Por otro, fue sometido 58 veces a la dolorosa y devastadora terapia del electroshock. Pasa hambre. La Segunda Guerra Mundial pasa por fuera, por dentro Artaud sufre las consecuencias de un sistema casi medieval de reclusión entre los otros enajenados. La relación con su propio cuerpo es una tortura. Se ha convertido en un ser enjuto, torturado, y su voz es escalofriante, como se puede apreciar en emisiones radiofónicas posteriores. La desconfianza en el lenguaje lo lleva a utilizar glosolalias (en psiquiatría, lenguajes inventados por los enfermos), una especie de scat que usa en sus poesías, en las que el sonido prima sobre el sentido de las palabras.

A su salida del hospital de Rodez, se constituye un comité de amigos de Artaud, presidido por el escritor y editor Jean Paulhan, con el artista Jean Dubuffet como secretario, y entre cuyos miembros se encuentran Picasso, Balthus y André Gide, para garantizar su subsistencia. Algunos de los artistas donan obras para una subasta también a su favor. El 7 de junio se le hace un homenaje en París en el teatro Sarah Bernhardt, que abre André Breton. Artaud sigue escribiendo y dibujando -produce, entre otras cosas, su también célebre texto Van Gogh, un suicidado de la sociedad-, pero no puede abandonar las drogas, que le proporcionan algunos de sus amigos. No llega a alcanzar la ansiada tranquilidad y en febrero de 1948 se le detecta un cáncer inoperable. Pocas semanas después el jardinero de la residencia donde vive lo encuentra muerto, sentado en su cama, víctima de una sobredosis. –

Artículo publicaco por El País.